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LA MALA CIENCIA MÉDICA. PUNTO DE VISTA CRIMINOLÓGICO.

El escándalo reciente de la Hidroxicloroquina no ha hecho más que enfatizar un problema tan antiguo como la historia de la investigación científica y que tiene que ver con la necesidad imperiosa de destacar con fines cuestionables, bien sea para seguir llenando arcas ya de por sí bien repletas de contenido o para ser el primero en figurar en publicaciones profesionales específicas, manteniendo de este modo el estatus que se presupone a dichas publicaciones.

Esta historia comenzó cuando en plena ola del temible COVID 19 surgió el estudio de un virólogo francés de nombre Didier Raoult, quien aseguraba que la combinación de hidroxicloroquina y azitromicina, un antibiótico, era la clave para derrotar al SARS-CoV-2. El ensayo se finalizó el 16 de Marzo de 2020, un día después se subió a Internet, y el día 20 del mismo mes fue publicado en International Journal of Antimicrobial Agents, es decir, en cuatro días estalló la bomba sin tiempo material para poder revisar, cotejar o cuestionar el estudio, que adolecía de múltiples defectos tales como la muestra ínfima de pacientes que se habían tenido en cuenta para el ensayo clínico junto a un grave defecto de elección de los mismos, ya que no se producía aleatoriamente, excluyendo a algunos de ellos sin dar explicaciones del motivo.

Para ese entonces, España había acumulado 390.000 dosis de hidroxicloroquina desde la farmacéutica Teva.

Sin embargo el 26 de Mayo de 2020, un estudio publicado por la revista médica The Lancet, asegurando que el medicamento no sólo no era favorable sino que aumentaba la mortalidad de los pacientes a los que se le administraba, provocó que la OMS paralizase de inmediato las pruebas químicas que venían realizándose ininterrumpidamente. Varios centros de investigación hicieron lo propio al conocer la publicación en esa revista, una de las publicaciones científicas más importantes, serias y de relevancia. Una decisión que provocó que la hidroxocloroquina, un viejo conocido en el tratamiento contra la artritis y la malaria que estaba siendo aplicado en hospitales de Wuhan, Beijing o Guangzhou consiguiendo acortar la duración de la enfermedad y mejorar el pronóstico de los pacientes más graves, se descartase como opción en el tratamiento de la COVID 19. Miles de hospitales en todo el mundo dejaron de administrar el cóctel de medicamentos a sus pacientes, con las consiguientes implicaciones sanitarias.

Sorprendentemente, sólo un mes después, la OMS retomó los estudios haciendo referencia a graves defectos en la publicación que cuestionaba el medicamento, luego de que la propia revista médica THE LANCET reconociese que se habían apresurado a publicar la investigación que lo ponía en tela de juicio. Así, el prestigio de dos de las revistas médicas más importantes, New England Journal of Medicine y The Lancet había sido puesto en entredicho.


En aquel momento fuimos muchas las personas que nos echamos las manos a la cabeza al ver las notas de retractación publicadas por los propios autores para sus respectivos artículos, no sólo por lo que suponía en sí mismas en un momento de extrema necesidad de priorizar salud y vidas humanas a negocios más o menos clandestinos, sino por no entender cómo no se tomaban en cuenta las advertencias de decenas de científicos sobre lo endeble del artículo publicado, que se vieron obligados a escribir una carta abierta vía internet a sus autores para rogar que mostrasen cómo lo habían realizado y respondiesen a todas las cuestiones que se les planteaban.

Detrás de semejante fiasco se encontraba una extraña sociedad, responsable de la investigación, llamada SURGISPHERE CORPORATION.

Que una empresa con una página web construida apresuradamente poco antes de lanzar su estudio, que se negaba a ofrecer datos fehacientes del origen de su investigación, cuya responsable de ventas era una actriz de la industria X para adultos y uno de sus empleados novelista de ciencia ficción, haya podido ser el motor de la política de salud internacional, es una muestra de hasta qué punto los estudios científicos que dan lugar a decisiones terapéuticas y recomendaciones médicas, adolecen en muchos casos del rigor, la credibilidad y transparencia necesarios.

Lo problemático ni siquiera sería pensar qué tipo de personal llevaba adelante esa sociedad o a qué se hubieran dedicado con anterioridad a proporcionar las bases de datos del estudio, sino la opacidad que demostraron luego, cuando fueron reclamados para que lo evidenciasen.


SURGISPHERE CORPORATION comenzó a eliminar progresivamente sus redes sociales después de las retractaciones públicas de los autores del estudio, para acabar borrando su sitio web el 15 de Junio de 2020, pero para entonces el daño, la suspicacia y el escándalo ya habían perjudicado seriamente a la investigación con la tan traída y llevada hidroxocloroquina y de nuevo la OMS decidió suspender sus estudios al respecto poco tiempo después.


Todo ello nos lleva a una reflexión sobre la mala ciencia, aquella que deviene en fraude científico como consecuencia de faltar a la ética profesional por la presión en la consecución de reconocimiento o la competencia abismal que existe buscando impulso académico. El fraude en publicaciones científicas existe; se conoce y no se habla lo suficiente sobre ello como si el hecho de no mencionarlo sirviese para que por sí sólo se desvaneciese.

Se fabrican pruebas, se falsifican datos, se plagia y se publican descubrimientos sobre lo ya descubierto no pocas veces, pero existen diferencias entre la mala praxis y el fraude a conciencia, realizado a sabiendas conociendo las consecuencias económicas, sociales y sanitarias.

Ejemplos de ello serían el caso de despido de una científica española por irregularidades, con multitud de artículos publicados en Nature que luego fueron retractados y que había recibido una subvención de la Comisión Europea para sus investigaciones en torno a 1'86 millones de euros (Asende, 2017b) o el del osteólogo japonés Yoshihiro Sato: 33 evidencias de fraude en sus trabajos de los cuales fueron retractados 21.

Yoshihiro se suicidó en enero de 2017 cuando la revista Neurology publicó las evidencias.


Otro médico japonés, Yoshitaka Fujii, renombrado anestesiólogo, ha falseado al menos 183 trabajos científicos, por no hablar de los fósiles y eslabones perdidos que surgen cada cierto tiempo como el del dinosarurio que consiguió que incluso la revista National Geographic publicase su hallazgo, descubriéndose años después que se trataba de un animal carnívoro al que se habían añadido partes de un ave.

España no se libra de la lamentable picaresca en la figura del veterinario Jesús Ángel Lemus, cuyas investigaciones brillantes levantaron sospechas cuando alertó de una peligrosa bacteria para la salud humana; la veracidad de veinticuatro de sus publicaciones fueron cuestionadas tras cotejar los resultados con otras investigaciones paralelas.


La retractación en sí misma no es sinónimo de mala conducta, más bien al contrario, ya que se trata de un mecanismo que permite a los autores eliminar datos erróneos de la bibliografía científica, el problema estriba en que en ocasiones se trata incluso de artículos de autoría ficticia imposibles de hacer pasar por retractaciones sin más. La baja frecuencia en esta conducta es menos importante que el aumento de la misma en todos los países, hecho maximizado durante la pandemia debido a la necesidad de ser pionero y acaparar la mejor parte de un desgraciado pastel, hecho que los negacionistas han aprovechado alarmando y exagerando datos para así avalar sus teorías.


Frente a la trampa y la actuación deshonesta, miles de científicos ponen en práctica cada día la buena conducta, la lealtad a su código ético y la pasión por su profesión en pro de un bien común. Afortunadamente.


Esa es la Ciencia deseable. La única que debería escribirse en mayúsculas.






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